En el Camping de L’ile me reencontré con el barullo. Situado junto al río Ardèche, a poca distancia de la máxima atracción del lugar, el Pont d’Arc, aquel verde estaba a rebosar de furgonetas, caravanas, casetas…
Durante tres días paseé una y mil veces río arriba, río abajo. Un baño aquí, un baño allá, ahora una piedra que salta sobre el agua, ahora un revolcón en la arena, unas carreras, un palo que vuela…

Mientras tanto, río abajo, un continuo pasar de kayaks inexpertos, montando alboroto al encallar en los rápidos. Tantas carcajadas escuché que quise yo también descender el río, pasar bajo el Arco y rendirme a la risa despreocupada.

No anticipé que la diversión no es la misma cuando das palas sola y, sola, has de superar cada piedra que frena el avance de tu canoa. Sí imaginé que Tom se subiría al kayak y que, en cuanto este se moviera un poco, se tiraría al agua en busca de la orilla. Y sí, sabía que remar no era precisamente mi pasión y que, hacerlo preocupada por los andares de Tom en la orilla, no contribuiría al disfrute. Traicioné mi instinto, el que me decía “ese descenso no es para tí”, y lo que debió ser un disfrute se convirtió en sufrimiento. Aún pago las consecuencias: reproches que van y que vienen.


En Vallon Pont d’Arc cumplí un mes en ruta. Carlos me hizo sonar Que no llevan a Roma. Me emociona saber que hay alguien por ahí capaz de acordarse de tan leve hito.
Y llovió. Y no paró de llover en toda la noche. Y la lluvia puso a cada uno en su sitio. A mí, en el de Canaria poco acostumbrada al agua e inexperta en temas de camping. La única que no miró la previsión meteorológica, la única que dejó el campamento puesto: silla, mesa, cojín y hasta zapatos al aire, todo empapado. Y claro, el día no amaneció con perspectivas de colaborar en las tareas de secado.
Tiempo de partir en busca de otros soles.

