Pensé que nunca más podría volver a mirar esta foto. La saqué varias semanas atrás en Villard de Lans, rodeada de un paisaje al que no podía quitar los ojos de encima. El colorido del otoñó me atrapa como un poderoso imán.
Dos días atrás recorté ese paisaje y dejé solo a Tom en el encuadre. No era una cuestión artística; debajo escribí: “Perro perdido. Si lo ves, por favor, contacta con…” y luego corrí desesperada de un lugar a otro, pegando carteles, implorando ayuda.
El día en que adopté a Tom, en la perrera, mientras cambiaban los datos del chip, me dijeron: todos los perros se pierden alguna vez. Respondí al desafortunado comentario con una mirada de esas que matan y un pensamiento de “mi perro no se perderá nunca”. Se perdió. El día 7 de noviembre a las 8:30 de la mañana, en un pequeño pueblo de un país que no es el mío, Tom corrió despavorido y en un segundo lo perdí de vista.
Estos días dormimos en una granja en la que hay gatos, vacas escocesas, cabras enanas, pollos varios, pavos reales, multitud de patos que no sé distinguir. El primer día Tom llegó, olió, y mantuvo la distancia. El segundo día, corrió tras un pollo hasta desplumarlo al vuelo. El tercer día, mientras yo daba de comer a los patos, tocó una de las vallas electrificadas con el hocico. El aullido de dolor fue tan desgarrador que aún lo llevo clavado en los tímpanos. Me habían prometido que, de tocar la alambrada, apenas sentiría un pequeño calambre. No fue así. Corrí a consolarlo pero no tuve tiempo, desapareció en lo que abrí la puerta de los patos. Las 30 horas que siguieron a ese instante son difíciles de explicar.
Caminé y caminé y caminé. Lluvia intensa, los pies encharcados, el barro pesando cada vez más en mis botas, oscuridad absoluta… dio igual. Busqué en todos los prados, en cada matorral, en las zonas de bosque, en las granjas de alrededor, en el río… nada. Nadie parecía haberlo visto y yo comenzaba a perder la fe. ¿En qué momento deja una de buscar, a la semana, al mes, a los tres meses tal vez? Caminé más, di vueltas en bicicleta, en coche… lloré hasta hacer de mi cara un río. Y caminé más; le hablaba … ¡vamos Tom, tú puedes, búscame, ladra, que yo te oiga! ¡Tom, vamos, búscame!
La noche me dio para culparme de mil y una decisiones. ¿Por qué no le puse un GPS? ¿Perderé a mi perro por no haberme gastado un puñado de dinero? ¿Qué clase de amor es el mío?
Imaginé que estaría pasando la noche bajo la lluvia, escondido bajo algún matorral. Mientras, yo daba daba vueltas con las luces largas de la furgoneta iluminando un pueblo de granjas dispersas en la más absoluta oscuridad. Vi ciervos, conejos enormes, gatos… ni rastro de Tom. Es muy extraño que nadie lo haya visto, pensaba, tal vez se haya quedado atascado en algún sitio, llevaba una correa larga. Otra de mis culpas.
Helen, la dueña de la granja, una mujer muy joven de 82 años, me hizo los carteles, me ayudó a distribuirlos, avisó aquí y allá, me consoló, me alimentó, me cuidó como solo una madre cuida de una hija, con el detalle de que ella y yo dos días atrás no nos conocíamos. Este camino me está enseñando muchas lecciones de amor, desde luego.
Con las primeras luces del segundo día de búsqueda, 6:45 de la mañana, volví a recorrer los mismos caminos, prados, granjas, esta vez removiendo todo, pensando que quizá estuviera herido, agazapado. Sobre las 10 de la mañana, en la distancia, escuché a Helen hablando alto y corrí hacia ella. Me pareció que decía en inglés “come, come, come.. Tom”. Falsa alarma, charlaba con los patos. Seguí dando vueltas.
Son las 11:30 de la mañana cuando, sintiendo los músculos de mis piernas al límite, veo un coche dirigiéndose hacia la granja. Las visitas no son habituales, así que otra vez un hilo de esperanza recorrió mi cuerpo. Y esta vez sí, por fin, buenas noticias: hemos encontrado un perro, sígueme. Ahí estaba, Tom, dentro de un establo a apenas 300 metros distancia, temblando al verme. Ni se mojó, ni pasó hambre, ni sufrió más allá del verse solo en un lugar desconocido. Lo habían encontrado en el pueblo de al lado el día anterior a eso de las 11 de la mañana, sólo dos horas y media después de haberse perdido, pero nadie entendió qué era ese número que le colgaba del collar y, en el veterinario, al leer el chip y ver que se trataba de una identificación extranjera, tampoco supieron descifrar los datos. Me cuesta entender que esto fuera así, pero, al parecer, así fue. La solución estuvo en Facebook. La peluquera del pueblo, cuando le llevamos el cartel, nos dijo: hay que ponerlo en Facebook, aquí funciona muy bien eso. Y acto seguido le hizo una foto y la publicó en su cuenta.
Hoy, me siento la persona más afortunada del mundo pudiendo compartir estas fotos sin un “se busca” debajo. Tom está a mi lado, sano y salvo, después de las 30 horas más angustiosas de mi vida. Y yo no puedo dejar de tocarle, de olerle como si fuera el perfume más caro jamás creado. Huele a establo, a perro, a Tom, a él… al amor más puro que nunca haya sentido.
Gracias a Helen, a quienes estuvieron al otro lado del teléfono alentándome, y a toda la gente de Chapelle Voland que de una u otra manera contribuyeron a que esta historia tenga un final feliz.




Un pensamiento sobre “Un final feliz”