Con el paso de los años años he desarrollado una alergia salvaje a la rutina. Desde las tareas más sencillas e inevitables, lavarme los dientes, hasta los eventos cíclicos, la navidad, todas, todos, cierran el paso del aire a mis pulmones.
Levantarme, una rutina. Desayunar, una rutina. Ir al baño, una rutina. Ducharme, una rutina. Fregar los platos, una rutina. Pasear a Tom, una rutina. Y luego: las vacaciones, la vuelta al cole, el cambio de hora, la navidad, el carnaval, un puñado de festivos varios, fijos, y… otra vez la vuelta al cole, el cambio de hora, la navidad, el carnaval… las mismas vueltas al reloj, las mismas conversaciones nunca resueltas.
En la ruta no sé en qué día vivo, si es fiesta o no; la navidad no aparece por ningún lado, ni luces, ni arbolitos delatores; de momento. Ninguna tele que ver, ninguna radio que escuchar; los centros comerciales, lejos de mi territorio.
En la ruta no hay un baño igual a otro ni un fregadero con el mismo grifo: unos tienen un pulsador a la altura de la cadera, otros en el suelo, unos duran 30 segundos, otros esperan a que des vuelta a la llave. El de hoy tiene un botón verde, redondo, como los de aquellos ascensores anteriores a la era digital. “Pulse si desea agua caliente”
En la ruta, los paseos de Tom ya no son solo para él, también yo descubro cada día territorios, olores nuevos. Hoy un río, mañana el mar, una ciudad, un pueblo, una montaña…qué sé yo.
Y cuando ya sé cómo funciona cada grifo, cada cisterna, cuando ya sé dónde está cada servicio: lavadora, manguera, vaciado de aguas… Cuando he recorrido cada sendero a una hora a la redonda y hasta reconozco algunas caras a mi alrededor, entonces es hora de partir. Hay indicios de rutina y me empieza a faltar el aire.

