Llevo más de un mes de retraso en esto de contar qué hago y por donde estoy. No estoy segura de querer volver atrás. Los lugares por los que pasé son tan solo el escenario de lo que sentí. Y lo que sentí no siempre quiero, o puedo, convertirlo en palabras. ¿Qué hacer pues?
En Sainte Enimie temí a las bacterias, al fuego y a la noche. Escapé de allí a las pocas horas de llegar. En el intercambio de gestos, los bomberos me hicieron saber que era mejor dormir en otro lugar; más por el ruido de las motobombas que por el fuego en sí -dijeron. ¿Se puede expresar algo así con gestos? Quizá lo inventé.
Es 3 de octubre y, en “uno de los pueblos más bonitos de Francia”, pese al buen tiempo, todos los campings están cerrados. Puedes dormir en el parking – me explican en la oficina de turismo- pero cuidado con el río y el perro, hay una bacteria y no se aconseja el baño. Miro hacia Tom, difícil disimular que ya ha disfrutado del agua. Difícil impedir que lo vuelva a hacer. Me instalo y salgo a pasear: sigo “el camino de la ermita”. Otra ermita que me saca los colores, los sudores y hasta la lengua. Otro lugar de vértigo. Desde allí arriba Sainte Enimie parece una maqueta sobre una mesa, y mi casa con ruedas, tan solo un punto blanco en aquella miniatura.

Cae el sol y el rojo intenso que se cuela entre las nubes me mantiene haciendo fotos de manera compulsiva. ¡Qué espectáculo! Varias avionetas sobrevuelan la zona con insistencia. Sigo mi ascenso y de repente caigo en la cuenta de que aquel rojo no es del sol y aquellas nubes no son nubes sino humo; las avionetas, hidroaviones y vuelan tan cerca que me convenzo de que en cualquier momento caerá un diluvio sobre mi cabeza.


Corro montaña abajo. Mi carrera se transforma en calma en cuanto veo a los bomberos hacerse fotos frente al camión. Tan grave no será -me digo. Pero miro a mi alrededor y ya no veo ninguna de las furgonetas ni autocaravanas que un momento antes poblaban el aparcamiento. ¿Dónde están y por qué se han ido? ¿Qué me estoy perdiendo de toda esta historia? Me acerco a los bomberos y tras una de esas conversaciones en que cada uno entiende lo que quiere, decido salir en busca de otro lugar más tranquilo. Conduzco en la oscuridad de unas 8 de la noche que parecieran las 4 de la madrugada: ni un alma a la vista, ni un coche en la carretera. ¿Dónde estaban todos esos coches que un rato antes daban vida a Sainte Enimie? ¿Qué hago? ¿Duermo al borde de la carretera, busco camping? ¿Dónde está todo el mundo????
Muchas vueltas después encuentro un camping con la barrera abierta, ningún alma a la vista, ninguna luz que indique que hay vida más allá de la caída del sol. Da igual, me instalo y ya mañana veremos. El silencio y la oscuridad imponen, pero una vez cerrada la puerta de la furgoneta, estoy en casa.

Camping Cerisiers, Ispagnac.
En Ispagnac exploté en lágrimas cuando, después de tres días sin ducharme, sentí el agua caliente resbalar por mi cuerpo. Aquellas gotas acababan de lograr lo impensable: traspasar la barrera que me separa de sentir. La coraza convertida en un colador. Duró poco y no se ha vuelto a repetir.
Ispagnac. Cuatro calles y dos tiendas. Ninguna tentación turística. Ninguna obligación. Nadie alrededor. Nada que salvaguardar… Dos noches de descanso y vuelta a la ruta. Objetivo Vallon Pont d’Arc.

