Jamás se borrará de mi cabeza la mirada de aquel cazador que pasó por delante de la furgoneta cuando ya estábamos listos para partir. La secuencia del cazador apuntando a Tom no estuvo en la película que unos minutos antes, en mi cabeza, terminaba con Tom muerto, devorado por los perros pastores de la zona. En los cazadores no pensé, y menos mal, porque la escena de un cazador nervioso disparando a lo que se mueva, la puedo recrear con todo lujo de detalles.
Y es que no hay nada que se me dé mejor en esta vida que adelantar las tragedias. Películas muy completas, siempre con finales catastróficos, claro, pasan por mi retina en cuanto tengo un minuto para dejarme llevar por el pánico.
Era domingo a media mañana y habíamos llegado al lugar dos días atrás: Ferme La Ramière.
En la inmensidad del verde, entre colinas, una granja con su casona y varias edificaciones alrededor de un patio en el que reposaban dos perros. A ambos lados del camino de entrada, terreno llano con la hierba corta y árboles estratégicamente distribuídos para delimitar áreas de acampada. Esa noche, tres caravanas, una furgoneta pequeña, una caseta de campaña junto a una moto y yo.
Llegué de improviso y, después de un rato de espera en que temí que estuviera cerrado, me recibió una niña de unos doce años. Ni en francés, ni en inglés, ni en español conseguimos hablarnos, aún así nos entendimos. Apuntó mi nombre, estancia de dos noches y me explicó que su madre se acercaría a saludarme más tarde. Así fue, cuando ya me había instalado y disfrutaba de mi cerveza de bienvenida, vino la madre a decir hola y a darme folletos turísticos de actividades por la zona; aunque para ella la zona significara a 40 minutos de distancia y para mí eso fuera media jornada de conducción en mi periplo. Descartado. Paseos a pie, leer, escribir… y, con suerte, avances en mi tarea de conseguir no hacer nada.

En esos dos días disfruté mucho de Tom. En plena naturaleza, con mucho monte por correr, y a pesar de los ladridos y de los cencerros en la distancia, estuvo suelto; tranquilo, sentado a pocos metros de distancia, y obedeciendo a todo sin rechistar. No podía sentirme más orgullosa de nuestros avances. Él me daba confianza y yo le premiaba con más libertad. Hasta que, en una de esta, se fue a explorar y encontró a una niña a la que ladrar. Corrí en su busca y, cuando estuve a su altura, salió disparado hacia la inmensidad de los prados. Tom, Tom, Tom, vamoooss, veeen, tomaaa, Tooommmmmmm. Lo llamé de todas las maneras posibles. Nada, ni rastro. A lo lejos oía perros que me sonaban enfurecidos. Ya está, pensé, muerto al intentar ir a por la ovejas. Seguí llamando desesperada mientras la película de su muerte, de cómo lo recogía deshecho y lo enterraba, de cómo se lo contaba a mi gente, de cómo seguía camino sin él… pasó ante mis ojos mientras un nudo en la garganta apenas sí me dejaba respirar. ¿Por qué lo solté? ¿Cómo pude pensar que me haría caso? ¿Qué hice? Es mi culpa, mi culpa, culpa, cuuuulpaaaa…
Cuando ya no hacía más que dar vueltas sobre mí misma, decidí acercarme a la casa a ver si alguien me podía indicar cómo cruzar esas colinas. Ufff — dijo la señora cuando insinué que tal vez se hubiera ido donde las ovejas. Pero, al acercarnos al verde, de repente, ahí estaba Tom, mirándome. Me agaché sin apenas poder contener las lágrimas y él corrió y saltó a mi alrededor, feliz, sin entender la angustia que corría por mi cuerpo.
Aún recobrándome de ese dolor que fue por adelantar tragedias que nunca sucedieron, terminé de recoger, metí a Tom en el coche y arranqué. Justo en ese instante pasó ante mi parabrisas un cazador, con el chaleco reflectante en el cinturón, apenas visible, cómo no, y con el arma colgada al hombro. Me miró, le miré. ¡Cuánto miedo sentí! Por Tom, por mí, por todos los animales que mueren de un disparo porque sí, porque alguien se divierte con ello.




