Vivir lo imaginado

El camino de vuelta

Hace mucho que regresé de aquel viaje soñado, ¡el mundo en furgoneta!, pero, tantos meses después, aún no he logrado zafarme de la sensación de que le debo a este blog, y a mí misma, un recuento de aquellos días borrosos, de las casi tres semanas que tardé en recorrer el camino de vuelta, y de las razones que fueron dando peso a la decisión de poner fin a la aventura.

Venir de haberse ido no es volver es darse cuenta. 

Pepa Alemán.

A mediados de diciembre ya se fraguaba en mi cabeza la posibilidad de volver a casa. Cumplía varias semanas en Italia y casi cuatro meses desde que me había embarcado en la aventura de conducir sin rumbo. Unos días atrás había recibido una llamada de mi madre en la que me contaba que mi sobrino Armando debutaba esa tarde con la selección Canaria sub-16 de fútbol. Me llamaba desde el campo de juego y yo, nada más cortar la comunicación, entre lágrimas, grité al aire: ¿qué hago aquí, tan lejos, cuando todo lo que necesito es estar en ese campo de fútbol viendo al niño de mis amores vivir su sueño?

Me recuperé de aquel dolor, pero a partir de entonces me tropezaba constantemente con pensamientos que idealizaban mi vida en casa. De repente, todas aquellas comodidades de las que tanto había deseado huír, volvían a mí transformadas en una suerte de paraíso del bienestar. Me negaba a aceptarlo porque sabía lo que aquello significaba y me decepcionaba. En mis sueños la aventura no duraba unos meses sino una vida entera. Siempre fantaseé con la idea de que por el camino encontraría una causa a la que entregarme, una pasión en la que no cupieran las dudas y que, mágicamente, extinguiera mi feroz exigencia de encontrarle razón al esfuerzo de existir. Nada de eso había ocurrido hasta entonces y yo ya parecía estar retrocediendo.

LE SOLINE

Por aquellos días apretaba el frío y me costaba encontrar campings abiertos. Las horas de oscuridad, confinada en la furgoneta, se me hacían eternas y Tom sufría cada vez más ansiedad en los desplazamientos. Además, se acercaba la Navidad y no quería correr el riesgo de tener que pasar la Nochebuena tirada en un aparcamiento. Así que, tan tranquila como me encontraba en Casciano de Murlo, alejada del tumulto del turismo, tomé la decisión de alquilar una de las cabañas del camping Le Soline: ¡qué lujo contar con una mesa y una cama fija, con una cocina y un baño, todo en el mismo espacio!

Al mudarme a la cabaña dejé de llevar la llave de la furgoneta colgada al cuello y solo entonces fui consciente de cuánto me pesaba. ¿Se había convertido en un yugo? ¿La furgoneta, el símbolo y baluarte de mi libertad, lastrando mis pasos? No podía sentirme más decepcionada. Dolía.

Me concedí tiempo para entender. Estaba cómoda en la cabaña y, con el paso de los días, acumulaba más y más ratos de serenidad. Parecía haber encontrado el espacio justo que necesitaba para verme las caras conmigo misma, para ser yo y descifrar mi soledad.

Mis días se resumían en dar paseos por los alrededores, observar y fotografiar los cambios del paisaje, escribir, jugar con Tom, cocinar, comer, volver a escribir, volver a cocinar, volver a pasear… Y así, cinco semanas. Apenas conduje, no sentía la necesidad de moverme y, si alguna vez arreciaba el deseo de partir, mirar a Tom a los ojos me bastaba como contrapeso.

¿Que hacíamos recorriendo el mundo en coche si Tom sufría tanto en el movimiento? ¿Cuánto más de ese sufrimiento podría soportar y qué derecho tenía yo a hacerle pasar por semejante angustia? También a mí me comía la ansiedad cada vez que, al volante, escuchaba sus jadeos y sentía sus temblores. ¿Dónde estaba el límite? ¿Debía volver a casa por él?

Mientras tanto, en Le Soline volví a sonreír mirando al cielo. Hacía mucho que me negaba a alzar la vista. Allí, siguiendo los consejos de Julia Cameron en su “El Camino del Artista”,  escribí una y mil veces “soy una escritora brillante y prolífica” para acto seguido castigarme: “lo puedes escribir todas las veces que quieras que nunca será verdad”.

En Le Soline no tuve necesidad de ningún contacto humano. No te asalvajes -me decía V en la distancia. Demasiado tarde -me repetía yo en mi silencio.

En Le Soline me enamoré de los amaneceres y renegué del tempranero caer de la noche. En Le Soline temí que parar la marcha significara también parar de escribir.

Allí conocí a Florence y quise cuidarle, arroparle, hablarle de otras vidas. Resultó saber mucho más que yo y contraatacó. Pretendió descubrir qué había tras mi coraza y se topó con mis límites para, de paso, definírmelos. Los respetó. Construímos el aprecio mutuo, el respeto, la amistad.

Al final, Italia, tan poco como me entusiasmó, resultó ser el lugar perfecto para salir del mapa. Allí no fui viajera, sino una ermitaña que eludía los lugares de visita obligada y disfrutaba de la naturaleza, la cotidianidad, el absoluto anonimato… En Le Soline fui feliz.

“Viajar por viajar es lindo pero después de un tiempo hace falta un objetivo, un hilo conductor, y no es fácil darle sentido al viaje. Entras en un limbo donde todos los caminos son posibles y te paralizas”

Aniko Villalba. El Síndrome de París.

RUMBO A CASA

En los primeros días de enero me llegó la excusa perfecta que justificaba mi precipitado regreso a casa: recibí una propuesta de trabajo a la que me aferré dándole el peso de lo irrechazable. Y es que, resultaba mucho más sencillo explicar una obligación laboral que hablar de mi angustia por Tom o de una soledad que empezaba a no ser elegida.

El domingo 6 de enero volví a la ruta y, con ella, a la incertidumbre de no saber donde dormiría cada noche, qué caminos me llevarían hasta España. Me costó recobrar el sentido de aquel movimiento.

Tardé tres semanas en llegar desde Siena hasta Huelva. Acompañar a Tom en su sufrimiento significaba limitar mi conducción a un máximo dos horas diarias. Además, si me topaba con un lugar tranquilo en el que pasar unos días cómoda y sin desplazamientos, allí me quedaba. Y así, muy lentamente, fuimos dejando atrás los kilómetros.

Salir de Italia: una noche en Pisa, dos en Varazze… De nuevo en Francia: una noche en Villeneuve-Loubet, dos en Aix-en-Provence, una en Colombiers, cinco en Saint-Jean-Pla-de-Corts… España: tres noches en Barcelona, una en Benicarló (Castellón), otra en Minglanilla (Cuenca), dos en Santa Elena (Jaén) y, por fin… el Puerto de Huelva.

Quise aguantar una semana en el camping de Despeñaperros, en Santa Elena. Por un lado, me costaba enfrentarme a la idea de tener que embarcar de nuevo en un barco en el que no se daban las condiciones mínimas de respeto por los perros y sus humanos[*]. Y por otro, sabía que una vez en casa, me costaría encontrar el tiempo y la memoria para escribir un final a esta historia viajera.

Como quiera que este texto ve la luz más de un año después de aquel regreso, poco queda por explicar de lo que sucedió: tan cerca estaba, que no pude contener el deseo de llegar a casa.

El día 28 de enero de 2019, Tom y yo desembarcamos en Tenerife, estresados pero sanos y salvos, cargados de nuevas experiencias y aventuras, y orgullosos de haber sido capaces de dar forma a un sueño que siempre se presentó como una idea loca, imposible de llevar a cabo.

 

LOS NÚMEROS

Olvidadiza como soy, para que el paso del tiempo no me robara la memoria de los detalles, quise hacer recuento de los lugares por los que pasé, de aquellos en los que dormí, de los kilómetros que recorrí…

Estos son, a grandes rasgos, los datos:

 

UN AÑO DESPUÉS

Un año después de aquel regreso, Tom es feliz. Sigue sufriendo en los desplazamientos en coche pero los tolera. Después de mucho batallar, descubrí que buena parte de sus muchos miedos se justifican en un importante déficit de visión. Va a cumplir cuatro años y es probable que pronto se quede ciego. No obstante, nos vamos adaptando a la situción y es feliz como nunca antes lo había sido. Tiene un hermano inseparable, Golfo, con el que comparte juegos y complicidades perrunas.

Un año después de aquel regreso, aunque he encontrado momentos de armonía, sigo luchando por huír del ruido y del humo de esta sociedad que, con demasiada frecuencia, se me presenta como un escaparate sin trastienda. Sigo luchando por encontrar la manera de ganarme la vida sin renunciar a ella: sin venderme en ese escaparate. Es complicado.

Un año después, sigo pensando cada día que quiero escribir y publicar, y sigo no sabiendo cómo hacerlo, cómo encontrar en la rutina algo que compartir con los que se pasan por aquí a echar un vistazo.

Un año después, el amor, tan esquivo como siempre lo sentí, por fin se asomó a mi vida, no sin tormentas varias que poco a poco han ido encontrando acomodo en el día a día.

Tantos años implorando al viento amor en cualquiera de sus formas que ahora no parece justo objetar nada a esta manera en que se asoma a mis días.

Tom, Golfo, Miriam y yo somos una familia feliz. Nos esforzamos por dar valor a los detalles, sorteamos juntos las miserias y las alegrías, nos reímos, y aprendemos a compartir nuestros sueños.

Un año después sigo dando forma a lo imaginado.

FIN

 

 


 

[1]  La cosa funciona así: o metes al perro en una jaula y lo dejas a su suerte en una larga noche de viento y frío, o duermes con él en el suelo húmedo de la cubierta, expuestos a todas las inclemencias de la navegación en alta mar en una noche de invierno.

Varios pasajeros optamos por dormir abrazados a nuestros perros. Iban de aquí para allá miembros de la tripulación, nos veían tirados, soportando tales condiciones, ninguno pareció sentir la más mínima compasión. Quizá sí algo de vergüenza a juzgar por las miradas gachas.

Cuando otro muchacho y yo, pasada ya la media noche, desesperados, muertos de frío, decidimos recostarnos en el rellano de la escalera, entonces sí, alguien tuvo a bien dirigirse a nosotros para amezarnos con todo tipo de reprimendas. Hice oídos sordos, conteniendo como pude mi siempre firme compromiso con las normas, y, cuando se fue, lloré de impotencia e incompresión. ¿Este barco hace este mismo recorrido cada semana, cada semana se repiten las mismas situaciones y nadie, nadie, nadie, nadie…  es capaz de encontrar en su corazón un mínimo de empatía que le permita pensar en una solución? Incomprensible. Ridículo. Absurdo. Inhumano…

Por aquel entonces no encontré ninguna otra naviera que me ofreciera mejor servicio. Hoy parece que Fred Olsen, junto con Balearia, está poniendo un poco de cordura al asunto y ofrece ya camarotes en los que pueden viajar los perros. ¡Por fin!

 

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