No enciendo la calefacción, no me lavo los dientes, no cocino, me muevo lentamente y casi ni respiro; no quiero emitir ninguna señal que indique que dentro de esta furgoneta vive alguien. Me temo que no voy a poder evitar la condensación en los cristales. Tampoco los ladridos de Tom si alguien pasara cerca.
Desde que anocheció, hace ya seis horas, trato de sobreponerme al disgusto de no encontrar un lugar donde pernoctar más allá de este aparcamiento junto al mar en La Spezia. Es mi primera noche en Italia y ya quiero salir corriendo.

Por mi cabeza circulan muchos de los mensajes recibidos durante estos meses de aventura: qué valiente eres, qué envidia me das… ¡Ay, si me vieran aquí, encogida bajo una manta, sin poder concentrarme en nada que no sea espantar las imágenes de todas esas noticias de agresiones a mujeres que, osadas ellas, se atrevieron a viajar solas! ¡Osada yo!
La inseguridad que no he sentido en tres mil quinientos kilómetros de recorrido por España, Francia y Suiza, ahora, en suelo italiano, me cae encima con la fuerza del diluvio que en días pasados anegó estos pueblos de Liguria.

Crucé la frontera por Chiasso en Suiza. Dejé atrás Milán, Piacenza, Parma…, todo por autopistas y carreteras principales y, aún así, no he conseguido salir de aquel primer bache en que caí bajo el cartel de “Benvenuti in Italia”. El asfalto perfecto, fino, casi pulido, terminó en la raya que separa estos dos países.
En mis primeros 280 km de asfalto italiano me birlaron 35€. Lo llaman peaje pero a mí se me antojó un robo de guante blanco. De pronto, los 40€ anuales que se pagan por circular en Suiza me parecieron una ganga y quise volver atrás para darles las gracias y abonarles otros 40 de propina.
Con las primeras luces del día en el horizonte, el aparcamiento de La Spezia ya no es el escenario de las historias de terror que construí durante la noche. Feliz de sobrevivir al combate de mis ansiedades, renuevo mis votos de aventura y pongo rumbo a Massa, evitando peajes y rogando a la ruta que me regale una ducha caliente y un lugar que no me obligue a cuestionarme, otra vez, por qué elegí esta vida nómada y solitaria.
El abandono de los espacios públicos en esta Italia que tanto me recuerda a la España de la que reniego, me crea desconfianzas que dan de lleno en la diana de mis temores: aparcar en algún lugar conflictivo, que me perciban indefensa en mi soledad, convertirme en blanco fácil de robos o asaltos.
Conduzco en paralelo al mar pero no lo veo: una hilera de edificaciones copa todo el espacio entre la carretera y lo que intuyo debe de ser arena rubia. Todo está cerrado. Si en Francia y en Suiza me encontré pueblos de montaña desiertos, todos a la espera de la temporada de nieve, aquí, ya casi en diciembre, solo queda el esqueleto de veranos abarrotados de cerveza, fiesta y sol.
Al fin llego al único camping abierto. Está lejos del mar, junto a la autopista. El termómetro marca 15ºC y luce el sol; abro la furgoneta, subo el techo, saco mantas, sábanas, zapatos, aireo, limpio… La voz de Tina Turner a todo volumen disfraza el zumbido de los coches. Paso la noche tranquila.
El objetivo del nuevo día es llegar a Lucca. ¡Por fin La Toscana! Circulo a la velocidad máxima permitida y no hay vehículo que no me adelante. Las líneas continuas parecen estar de adorno. También los intermitentes. Dejo que el GPS me lleve hasta el lugar de pernocta que me propone la aplicación Park4Night y llego a una explanada con la hierba crecida en cada ranura del asfalto; la máquina de pago automático luce negra, cubierta por una capa de carbonilla. Vasos, latas de cerveza, colillas y otros desechos urbanos se acumulan a sus pies. Las cámaras de vigilancia aguantan tanta suciedad como el cajero, difícil que vean algo. El aparcamiento de al lado es gratis y ofrece los mismos servicios: ninguno. Allí paro a respirar. Cae la noche. Calma. ¿Cuáles son mis opciones? Le vuelvo a preguntar a Park4Night. Me dice: a 10 minutos, en El Taller de Guido, hay una zona habilitada para autocaravanas. Allí me dirijo.
Un camping de 5 estrellas junto al lago Thun, cerca de Interlaken en Suiza -uno de los lugares de mayor atractivo turístico del mundo- cuesta 18€ la noche. La parte trasera de un taller de coches en Lucca, entre neumáticos y chatarra, 20€. Mi cabeza se cortocircuita.
A la mañana siguiente me rindo al destino y agradezco estar en un taller en Lucca y no en medio de los Alpes porque, de repente, la calefacción de la furgoneta deja de funcionar. Acumulo tres capas de ropa sobre mi cuerpo pero, aún así, mis manos, amoratadas, tiemblan ante la perspectiva de pasar una noche sin calefacción. Vuelvo a llamar a la calma.
¡Estoy en un taller! Me acerco a Guido, el jefe, y le comento el problema. No te preocupes ⏤me dice⏤ ahora va uno de los chicos a mirarlo. Al poco se acerca uno de los mecánicos, se lleva un fusible, lo comprueba y vuelve con uno nuevo para sustituir el fundido. ¡Listo! ¿Cuánto te debo? ⏤pregunto por cortesía. Son 20€. ¡Calor repentino! Inocente de mí, esperaba por respuesta un “no es nada, tranquila“, pero en Italia todo se cobra a precio de salario suizo. Que me de el aire. Es hora de dar un paseo. ¡Vamos, Tom!
Mira qué bien, aquí, como en Francia y en Suiza, hay expendedores de bolsas para recoger la mierda del perro. ¡Qué lujo! Me acerco a uno, no hay bolsas, me acerco al siguiente, no hay bolsas, en el de más allá, tampoco. Cada vez que en Francia o en Suiza utilicé las “bolsas públicas” pensé: en España esto no funcionaria, la gente se las llevaría a manos llenas y nunca las repondrían. Italia se parece demasiado a España como para que… ufff, no sé si es pronto para decirlo. Salto por encima de un kilo de mierda humeante y continúo mi paseo.
Lucca. Quizá, si hubiera venido de la mano de alguien, quizá, pudiera decir de esta ciudad que es bella, romántica, acogedora… todos esos adjetivos desparramados en mil blogs de viajeros perpetuamente fascinados. Pero no, vine sola y no puedo dejar de pensar en lo que Elizabeth Gilbert dice de Venecia en su libro Come, Reza, Ama: “La ciudad entera está desconchada y marchita, como los aposentos clausurados de una mansión venida a menos”. Me siento menos sola. Tal vez Lucca también tuvo un pasado de lujos.
Sigo camino pensando en cuántos kilos de pintura serían necesarios para devolver a la vida a estas callejuelas. Tiro de Tom para que no se quede clavado en las chorreras de cada esquina. Éstas también las encuentro en España. Esquivo coches. Voy entendiendo el gusto de los italianos por los Fiats de tamaño reducido. No hay recoveco que no colonicen.
De vuelta al taller, mis vecinos de “campamento” me hablan maravillas de Barga, un pueblo medieval a 40 minutos al norte de Lucca. Allá que me voy. En sus callejuelas, colina arriba, colina abajo, por un momento dudo de si estoy en un pueblo con más de diez siglos de historia o en un concesionario de Fiat. Otra vez los coches aparcados de cualquier manera.
Busco la parada de autocaravanas y… ayyy, otro descampado abandonado a 10€ la noche. ¿Cuál es la diferencia entre campista y vagabunda? Me regalo tres noches en Villa Gherardi: habitación con baño, calefacción, internet y desayuno. Un palacio.

En esta Italia inesperada, de desorden y abandono, la improvisación me condena a dormir en aparcamientos, entre edificios destartalados y basuras sin fin. Evitar sentirme vagabunda se convierte en prioridad y toma las riendas de mi devenir. En adelante conduciré, no hacia los lugares que piquen mi curiosidad, sino hacia aquellos en los que encontrar un camping abierto.
Colleverde, en Siena, es el primer destino de este nuevo proceder y, desde allí, conduzco de ida y vuelta visitando los pueblos de alrededor.
Deambulando por la ciudad amurallada de San Gimignano, en dos ocasiones me topo con una guagua de tamaño reducido que se cuela por las callejuelas estrechas y repletas de peatones. ¡Cuidado al alzar la mirada a sus famosas torres no te vayan a atropellar! También aquí, coches aparcados en cada recoveco. Y luego está lo de la ropa tendida. En cada balcón de cada pueblo, ahí está, la colada. Se me escapa cuál es la necesidad de tender tus paños de cocina, las bragas, los calzoncillos, los calcetines de deporte ennegrecidos… todo, a la vista de los miles de turistas que merodean cada día por las calles de este pueblo medieval.

Cuatro noches en Siena y empiezo a echar de menos un entorno más rural. El siguiente camping está en un pueblecillo, Casciano di Murlo, a poco más de media hora al sur de donde me encuentro.
En Casciano di Murlo no hay oficina de turismo: hay una farmacia, un bar, una iglesia, muy poca gente y un camping de naturaleza salvaje, en el que Tom y yo, solos, campamos a nuestras anchas. El paseo mañanero, circundando el vallado, nos lleva tres cuartos de hora.
Me quedo una semana, y después otra, y otra, y otra: busco la luna cada noche, descubro los colores de cada amanecer, saludo a las gallinas, a los pavos, piso la hierba congelada, juego a la pelota con Tom, me tiro de espaldas en la tierra húmeda… Claudio, propietario del camping, nos regala una sonrisa cada mañana: “Ciao Rosa, ciao Tom, tutto bene?“. Florence, al cargo del mantenimiento de las instalaciones, se acerca alguna tarde a compartir vino, chocolate y soledades. Esta es mi Toscana y temo que se acerque el día de partir.
Cinco semanas después de haber encontrado mi trocito de mundo en este pueblo sin fama ni mención alguna en guías turísticas, tomo la decisión de emprender el camino de regreso a España.

Pisa es mi primera parada en el retorno a la ruta. Y allí, en su área de caravanas, me recibe un señor malhumorado que sube la valla y, sin mirarme, dice “Son 12€”. ¡Pero si no hay ni baño, qué me está cobrando! ⏤protesto. Son 12€ ⏤insiste con la mirada gacha. ¡Pero si no hay ni baño! ⏤insisto buscando su ojos. “Bueno, 10€, pero no porque no haya baño, sino porque tu furgoneta es pequeña.”

Confirmado: la Torre está inclinada. Dos soldados armados hasta los dientes custodian sus cuatro grados de caída, ¿están disfrazados? La Guardia Real de Londres, con toda su parafernalia, resulta más creíble que estos dos rambos. Se me escapa la risa. Una noche en Pisa y continúo camino.
Caigo en el Camping Sole, en Varraze. La chica me habla lento y a gritos y, por si mi sordera fuera total, mueve la boca como dándole forma a cada letra. Me repite cuatro veces las normas de limpieza, dónde debo poner la basura, cómo debo secar el baño y hasta a qué temperatura debo ducharme. Me agota.
Quiero conducir hasta un lugar donde no tenga que estar siempre alerta por si me engañan, o por si piso una mierda de perro, o por si le doy una patada a un escombro, o por si las hierbas invaden la autopista o los coches mi espacio o la basura las calles de cualquier ciudad. Un lugar donde las normas básicas de civismo no me sean explicadas como si viniera de otro planeta. Quiero llegar a un lugar en el que sentirme segura.

Estoy a dos horas de la frontera francesa. De repente siento la urgencia de volver a comer croissants, baguettes… Mes y medio he tardado en rendirme. Ahora sí, lo diré: Italia se parece demasiado a España como para que me guste. Quizá si me hubiera enamorado bajo el sol de La Toscana…

Un pensamiento sobre “La bella Italia”