No sé cómo llegan ni por qué, no los veo venir, pero llegan: son los días buenos. Esos en los que me palpo la sonrisa para certificar que, efectivamente, esta ahí y es mía. No hay disimulo a mi gozo.
En los días buenos, son las 8 de la mañana, o las 12, o las 5 de la tarde, y paseo junto a Tom a orillas del lago Thun o por los montes de Valloire o los senderos de Alpe d’Huez… Llevo la cámara al cuello, el tiempo vuela y el aire parece haber perdido espesura.
En los días buenos, cojo la pluma y de inmediato aparecen las palabras que resuelven el acertijo de mis pensamientos. Me olvido de los “tienes que”, de los “debes de” y me siento al aire libre a no hacer nada.
En los días buenos, juego con Tom a perseguirnos, río a carcajas y me invade la ternura…
A los días buenos no les hago preguntas; los doy por supuestos y me olvido de contarlos. Parecieran pesar menos en la balanza de los días vividos.
