Nunca fue mi sueño limpiar mierda de patos. Sí soñé con vivir y trabajar un tiempo en una granja. Qué fácil es idealizar desde lo abstracto porque, exactamente, ¿qué pensaba yo que sería el trabajo de una granja?
Después de 20 días en el calor familiar de Collonges, con el miedo al frío incrustado en mi cuerpo (que si cadenas, que si neumáticos de invierno), y sin haber encontrado ninguna opción de alojamiento asequible para pasar el invierno, opté por probar Workaway: trabajo a cambio de casa y comida.
Pensé que podría ser una buena manera de explorar profesiones y estilos de vida diferentes, integrarlo como parte de mí búsqueda de alternativas vitales. Todo se complicó.
Elegí una granja a dos horas de Collonges. Helen, una señora suiza de 83 años, aceptó el riesgo de que Tom se pudiera comer a algunos de sus pavos reales. Pavos reales… o gallinas o gatos o vacas escocesas o cabras enanas o algún pato… Sí, a mí también me preocupaba la convivencia. La de Tom con los animales y la mía con Helen.
Pasé horas delante del ordenador tratanto de decidir en qué lugar y con qué actividad me podría sentir cómoda. Sabía que no quería llegar a una casa para limpiar ni para cuidar niños; cocinar tampoco es unas de mis ilusiones. Me atraía la idea de pasar tiempo en la naturaleza, rodeada de animales, y ahí apareció la posibilidad de la granja.
En cuanto a elegir anfitriona, una señora mayor, sola, es uno de los perfiles más inofensivos que se puede encontrar en esta red. Nunca hubiera elegido a hombres solos que decían ser escultores y necesitar modelos, por ejemplo. Tampoco a los que necesitaban ayuda en las tareas del hogar. En general, no hubiera elegido a ningún hombre solo. Así de claro.
Una granja, decía, en Chapelle Voland, Francia, con Helen a los mandos. Esa fue la elección pero, nada más aterrizar en el pueblo sentí que me había equivocado, que había dejado que QQS tomara las riendas, que, una vez más, había pasado por alto todas las señales que QS intentaba desesperadamente hacerme llegar.
Para empezar, me falta paciencia para lidiar con las cosas de la edad, ¿cuánto cinismo somos capaces de acumular en una vida? Y luego, quería estar en una casa, sí; quería que fuera en la naturaleza, sí; con animales, sí; pero había un detalle más al que no había hecho caso: ¡quería estar sola! Sola para escribir, para leer, para pensar, para ser. Y, en lugar de buscar ese espacio, allí estaba, en la cocina de una desconocida, de 83 años, tratando de mantener la conversación y de no defraudar en lo que quiera que fuese que se esperaba de mí.
El primer shock fue la comida. Helen puso al fuego unos espaguetis y los regó con unas piedras de carne molida. Traté de no juzgar, yo venía de comer en una casa con estrellas Michelin y la comparación no resultaba justa. Al menos debía esperar a probar.
Después la acompañé a inspeccionar el sexo de los patos del vecino. Se había dado cuenta de que donde creía tener macho y hembra, tenía dos machos. Quizá el vecino tuviera dos hembras y pudieran intercambiar ejemplares. Había que acorralar a los patos en una esquina y mirarlos de cerca. Dos hembras, sentenció. Y entonces se dieron las negociaciones.
Volvimos a la casa y me encontré pegando etiquetas en varias decenas de tarros de miel. De repente estaba al servicio de una señora a la que acababa de conocer. Y sí, me había alimentado y esa noche dormiría en su casa, ese era el trato, pero todo me resultaba demasiado extraño, muy directo: tú etiquetas, yo espaguetis.
La noche tampoco fue sencilla. Las normas de la casa impedían que Tom durmiera conmigo: los animales no entran en las habitaciones. Tal vez si hubiera estado a mi lado no me hubiera asustado tanto al escuchar un bicho por los alrededores de mi cama. No lo vi pero no me cupo duda de que se trataba de un ratón. Me levanté, cogí una manta, me fui al salón y me rescosté en el sillón. Mis piernas alcanzaban el vacío a la altura de las rodillas.
A las 7:30 de la mañana llegó el turno de los patos. Helen empleó toda la paciencia del mundo en explicarme cómo limpiar las jaulas, cuándo ponerles más comida: pan humedecido, grano… Tuve que esforzarme en disimular mi desinterés.
Más tarde fuimos a la panadería a recoger dos sacos de pan duro. Pasé dos horas, guillotina en mano, cortando barras de pan en trozos de tamaño mini mandarina. Vigila que no haya ningún trozo con moho -fue la única instrucción. Pan francés, importante señalarlo porque, duro y todo, su olor resultaba tan tentador (¡cómo lo echo de menos ahora que estoy en Italia!) que más de un trozo acabó en mi estómago. Luego me asaltó la risa mientras masajeaba mis manos rojas y doloridas de tanta guillotina. De golpe entendí hasta qué punto la mente es capaz de engañarnos jugando a idealizar. ¡Qué romántica la idea de trabajar en una granja!
Quería subirme a la furgoneta y largarme sin dar ninguna explicación. En lugar de eso, me senté de nuevo a la mesa y me armé de valor para explicarle que no me sentía bien, que quizá me había equivocado y que no quería complicarle la vida. Que tal vez debía irme. Además, los temblores continuos de Tom, amenazado por la convivencia con cuatro gatos, resultaban una razón de peso para buscar la salida. Helen estuvo de acuerdo, sus gatos tampoco parecían relajados, y acordamos darnos un día. Lo que ocurrió a la mañana siguiente lo cambió todo.
Al tercer día, Tom se perdió. Y entonces ya no hubo nada más en mi vida que no fuera buscarle. Aún me asfixia la angustia al pensar en aquellos días.
Por fortuna, todo terminó bien. Tom apareció un día después gracias al apoyo de toda la gente de aquel pueblo que me vio llorar por sus caminos.
El viernes me despedí. Le di las gracias a Helen de todas las maneras en que supe hacerlo, siento que me quedé corta, y le propuse pagarle la estancia, al fin y al cabo yo no había cumplido con mi parte del trato, me había pasado dos días sin hacer ningún trabajo. Se negó en rotundo. Nos sacamos una foto, nos dimos un abrazo y partí. No he vuelto a saber de ella y me escuece un poco el alma; temo que se haya quedado con mi desinterés en lugar de con mi aprecio y gratitud infinita.

