Diario, Roadtrip, Vivir lo imaginado

Voilà

Valence. Otro punto en el mapa. Ninguna referencia más allá de que está en mi trayectoria hacia los Alpes. Y claro, me encuentro con todo lo que no quiero ver ni de lejos: ciudad, atascos, prisas. ¡Eso te pasa por ir a la ligera, sin estudiar el mapa! Reproches que van y que vienen, otra vez. Quiero seguir de largo pero Tom pide estirar las patas. Pretendo ser una urbanita más: andar a la carrera y no mirar a los lados no vaya a ser que alguien salude.

Sigo rumbo confiando en que por el camino aparecerá, como por arte de magia, un lugar agradable donde pernoctar; y respirar. La magia del camino rara vez me defrauda.

Nada más dejar atrás las calles de Valence, el reencuentro con la naturaleza me trasforma el humor. Magia. Y ya de mejor humor, todo es posible, hasta que de repente aparezca ante mis ojos una estampa de cuento: un pequeño pueblo encajonado en un recoveco del río con un acueducto que lo atraviesa y un lago que le hace de espejo. ¡Quiero hacer esa foto! -me revuelvo ansiosa en el asiento. Pero no puedo parar, la prioridad es buscar donde dormir antes de que caiga el sol. Y entonces, oh magia, ahí está el cartel: camping municipal. Perfecto: bueno, bonito, barato. Me instalo y, con el tiempo justo, corro a por mi foto. Estoy en St Nazaire-en-Royans.

De cerca, el lugar me defrauda, tiene un tufillo a “convirtámonos en lugar de interés turístico cueste lo que cueste”. No entiendo esa oficina de información turística clavada bajo el acueducto. No entiendo ese ascensor. No entiendo la cartelería gigante anunciando no sé qué evento e impidiendo una vista limpia del acueducto. Contrariada, hago la foto de rigor y salgo huyendo. Aún me da tiempo a alcanzar la luces del otro lado del pueblo, allá donde el camping; otro día de “una habitación con vistas”.

Amanece con lluvia. El agua es el peor de los enemigos posibles de la vida furgonetera, te somete a largas horas de permanecer en la lata: dos metros cuadrados. Así que huyo de ella como si de una peste se tratara, aunque hoy hay algo más urgente que avanzar kilómetros: lavar la ropa. Este menester que en casa es casi un acto reflejo, en la ruta se convierte en la aventura del día. Salgo de St Nazaire-en-Royans confiada, el camino está de mi parte y sé que, además de lluvia, en algún lugar, hoy me caerá de cielo una lavadora y una secadora. No han pasado diez minutos de conducción cuando, voilà, ahí está: centro comercial, lavandería, supermercado… ¡magia¡ Se acabó el arrastrar con las ropas mojadas, adiós humedad, se acabó el racionar la ropa interior. (Sí, he racionado la ropa interior y, con más frecuencia de la que estoy dispuestea a confesar, hago caca mis necesidades mayores en una bolsa. Digo, una pizca de realidad para aquellos que envidian y envidian y envidian…)

Paro en el supermercado a llenar la despensa y luego, mientras el tambor de la lavadora da vueltas, pongo unas hamburguesas al fuego. Entiendo la mirada suspicaz y la media sonrisa, en el mejor de los casos, de quienes se acercan a lavar sus ropas. Huele a carne recién hecha en medio de una estación de lavado.

Comienzan las vueltas de la secadora y ahora la que sonríe sin parar soy yo. Miro a mi alrededor, ningún testigo de mi felicidad repentina.  Pero, ¿qué es lo que me hace feliz de todo este absurdo? No lo sé. La magia del camino. Voilà.

St Nazaire-en-Royans

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