Siempre, en los momentos en que me he sentido atrapada, asfixiada en la exigencia del día a día, una frase ha asomado a mis labios: me voy a Mongolia.

No recuerdo exactamente en qué momento llegó esa suerte de letanía a mi vida, pero sé que entonces Mongolia no era un lugar en mi cabeza, Mongolia era un concepto, un deseo; la metáfora que expresaba de manera tranquila lo que quería gritar a los cuatro vientos: mi necesidad de alejarme de “la vida como ha de ser”, de salirme del guión establecido para vivir aventuras y experiencias vitales que me acercaran a la esencia de lo que significa vivir.
Ha llegado el momento. Me subiré en La Bala y, junto a Tom, conduciré hasta Mongolia, pero no en línea recta, no, el recorrido tendrá tantos recovecos y vuelcos como deseos, dudas y curiosidades albergue mi corazón, porque lo importante de “mi Mongolia” no es llegar a un lugar, sino partir hacia él.
