Tardé cerca de una hora en recorrer los 20 km de carretera sin asfaltar que me llevarían a Puerto de la Cruz en busca de confirmar las expectativas que construí unos días antes sobre un mapa de Google.

Los detalles y las historias comunes no suelen formar parte de esas expectativas pero siempre acaban siendo las piezas que dan forma y sentido a cualquier experiencia. En Puerto de la Cruz encontré varias historias que recordaré siempre que piense en este rincón del mundo. Entre ellas, la del montañero con el nunca hablé y del que nunca supe nada.
Cuando llegué al pueblo, en la única parada de guaguas del lugar, esperaba un muchacho con su mochila, su esterilla, sus botas… En los 7 días de mi estancia en Fuerteventura, era la primera persona que veía que no cumplía con el perfil de surfero o de turista de resort. Este muchacho vestía atuendo de montañero.
Dos horas después, cuando yo ya había saciado todas mis curiosidades acerca del lugar, él seguía allí, en idéntica actitud de espera. Y yo quise acercarme y preguntarle si sabía los horarios de la guagua, si necesitaba ayuda, si le podía llevar… pero no encontré la manera ni de acercarme ni de decidir si debía ofrecer transporte a un desconocido.
En lo que mis pensamientos daban vueltas y vueltas indecisas, vi acercarse la guagua y, segura de que no se quedaría allí tirado mucho más tiempo, emprendí mi camino. En los 2 km siguientes, lo que tardó en adelantarme la guagua, a cada metro pensé en regresar y ofrecerle un sitio en La Bala; transporte lento sí, pero, acompañado de conversación, muy entretenido. No di la vuelta y esa conversación nunca tuvo lugar. Ahora paso el rato imaginando la historia de aquel montañero que esperaba la guagua en un pueblo pesquero.
