
Salí a caminar y por fin entendí el porqué de tanta escuela de surf en el Cotillo. Las playas surferas están justo al otro lado del pueblo, y son un verdadero espectáculo para los sentidos.
En lo alto del acantilado se acumulan los vehículos, todos con señas de transportar tablas de surf. Y en la parte baja, playas rubias de olas salvajes. Más allá de donde rompen, un enjambre de hombres y mujeres forrados de neopreno esperan el momento que les lleve a debatir con la fuerza del mar.
Cae la tarde y pareciera que los últimos rayos de sol atrajeran como imanes a más y más neoprenos. Llegan, tabla en mano, calientan precipitados, y se lanzan al agua; directos hacia el sol que busca el horizonte.
De repente, todos, dentro y fuera del agua, parecen poseídos por una suerte de magia que invita a buscar el silencio, la soledad…
Y yo, sin tabla y sin entender el surf, allí en la arena que solo a ellos pertenece en ese instante, busqué la foto y encontré la magia, las ondas que sintonizan con la vida.
