El pueblo de nombre Puerto de la Cruz, muy cerca del faro de Jandía en Fuerteventura, se me presentó como un triste poema.
Recorrí los 20 largos kilómetros de camino sin asfaltar hasta llegar a él animada por lo que la imagen aérea de Google Maps me había hecho imaginar; un lugar tranquilo en el que encontraría otros furgoneteros y caravaneros pasando la noche.
Lo que hallé me demostró que viajar es una emoción que nada tiene que ver con observar desde la pantalla de un ordenador.
Sí, se trataba de un pequeñísimo pueblo pesquero, de apenas dos o tres calles asfaltadas, de esas definidas por edificaciones de ladrillo y cemento. El resto, cuatro o cinco calles más, conformaban un triste poblado de caravanas estancadas, ancladas al suelo, tierra y herrumbre devorándolas.
Y yo, que disfrutaba de mi primera aventura en una casa móvil, encantada con mi búsqueda de libertad e independencia en esta forma de viaje y de vida, encontré en esas viviendas “quietas” la máxima expresión del fracaso de otras gentes que, como yo ahora, en algún momento creyeron que era posible escapar a la inmovilidad que la vida moderna nos propone.
En lo que restó de día, un solo pensamiento resistió en mi cabeza: Una caravana sin ruedas es como un pájaro sin alas: triste, muy triste.
No me quedé a pernoctar en Puerto de la Cruz. No quise asumir el riesgo de quedar atrapada en esa atmósfera triste y entregada a un destino no soñado. Yo pretendía seguir volando al ritmo de mis sueños, y para eso, había que continuar el camino.

